sábado, 13 de julio de 2013

Segundo estreno

Tengo prendas en mi placard que aún conservan las etiquetas. Soy una consumidora ávida de ropa, lo reconozco, no me genera vergüenza ni mucho menos. Quizá sí un poco de culpa, más que nada por el dinero que no ahorro. ¿La culpa vendrá de mi lado judío no asumido o de la certeza que no tener un auto propio es porque no dejo de gastar en ropa?

No sólo disfruto de comprar ropa nueva, sino que hace unos años descubrí las ferias y también allí encuentro prendas fabulosas a las que no les puedo decir que no. Comprar ropa y accesorios - sean con etiqueta o con un leve aroma a naftalina - es mi hobby, al igual que oler las hojas de libros y revistas. Y escuchar jazz. Y jugar con mi sobrina Margarita. 

Cuando me compro estas prendas pienso en escenarios y contextos ideales para usarlas. Me digo, por ejemplo: 'Este vestido negro que me saca tres kilos sería ideal para ir al Teatro Colón con mi novio', 'Esta blusa vintage bordada en perlas es la prenda para deslumbrar a mi jefe en una cena de negocios'. 

Escenarios que nunca suceden: es tan improbable que mi novio acepte ir a ver ballet al Teatro Colón como que la empresa en la que trabajo gaste dinero en una cena sofisticada. Pero igual, por las dudas que el destino me sorprenda, las compro. No vaya a ser cosa que en un rapto de romanticismo mi chico decida ir a ver El Cascanueces y yo no tenga nada que ponerme. 

Ahora que lo escribo y me leo, me doy cuenta que probablemente sea porque el contexto no me lo permite que dejo relegadas en el placard a estas prendas que en mi cabeza eran infaltables. Es como si tuviese miedo de quedar desubicada. Lo pienso y me da bronca, me tengo que poner lo que quiera cuando quiera y como quiera. 

Hace unos meses mi madre me mostró algo que yo ni sabía que tenía: un tapado de piel. Me sorprendió porque ella no es coqueta. Ese fue su regalo de 15 de parte de mis abuelos. 'Usalo con cuidado, por favor. Es un recuerdo muy importante para mí', me suplicó. Si bien no me convence que sea de piel, la realidad es que ya no se puede hacer nada al respecto. Digo, el tapado existe, el daño ya está hecho. Sin embargo, la culpa aparece, otra vez. 

Me lo traje de Chacabuco pensando lo divina que me iba a ver en él... y tardé cuatro meses en usarlo. Fue ayer a la noche, que fui al teatro. Aclaro que era un teatro de mala muerte, la sala era diminuta y estábamos sentados en unos cubos incomodísimos. Pero quería usarlo. Ya no me importó evaluar si la situación lo ameritaba o no. Las ganas de sentirlo pesaron más. 

Y así fue que el tapado de piel de mi madre volvió a la vida.   



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